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"Y eso de pitiyanqui, ¿qué significa, don Mario?”, me preguntó en días pasados un modesto hijo del pueblo con quien tropecé al doblar una de las tantas angustiosas esquinas del centro de nuestra pompeyana y babilónica capital. Inquiría el amigo sin nombre (porque en esto de la defensa de la nacionalidad topo con numerosos e imprevistos amigos), acerca del calificativo que en algunos escritos he dado a los compatriotas prestados a hacer juego a los intereses norteamericanos, en perjuicio de los sagrados intereses de Venezuela.
La palabra pitiyanqui no la he inventado yo. La palabra es puertorriqueña. La acuñó el alto poeta Luis Lloréns Torres. Su origen semántico quizá tenga algo que hacer con la florida imaginación del poeta. La voz piti, como alteración del francés petit, entra en la palabra pitiminí, recogida por la Academia, y con la cual se designa el rosal de ramas trepadoras que echa rosas menudas y rizadas. Lloréns Torres, más que en las rosas, debió pensar en la actitud trepadora de los compatriotas que se rindieron al nuevo colonialismo.
El pueblo puertorriqueño ha sido un pueblo ejemplar en lo que dice a defender la estructura de su conciencia. No lo ha sometido ni la fuerza ni el halago. En el fondo de su espíritu resisten los viejos valores fraguados bajo los altivos signos de la hispanidad sin tiempo y sin política. Sin haber gozado las libertades de la República, Puerto Rico se ha sentido en unión permanente con la América de Bolívar, de San Martín, de Morelos y de Martí. La torre del homenaje de su cultura sigue ocupándola Eugenio María de Hostos. Posee el pueblo del pequeño gran país insular un plano secreto, muy diverso del plano que aflora a la realidad. Como toda nación oprimida, se ha dividido en dos. La parte que goza y ríe; la parte que medita y sufre. El patriota callado miró que los hombres risueños buscaban parecerse a los nuevos amos. Que imitaban sus costumbres y tomaban de prestado sus pensamientos. Se parecieron, mas no llegaban al nivel de los dominadores. Pero con imitarlos y sonreírles, aseguraban derecho al gozamiento. A la gozadera, quedaría mejor expresado. Era necesario dar un nombre nuevo a esta fácil y liviana actitud. Claro que en el léxico antiguo existen palabras apropiadas al caso. Pero precisaba algo nuevo. Algo que connotase directamente la posición del nativo carente de escrúpulos para plegarse a la voluntad del yanqui. Los poetas saben el secreto de las palabras. Lloréns Torres hizo el maridaje de los dos voquibles. Del francés tomó la palabra petit y la dio forma aún más menuda y humillada. Piti todavía es menos que petit. Pitiyanqui resulta algo así como yanquicito, yanquito, yancuelo. Algo que pretende ser yanqui, pero que no llega jamás a serlo. Una manera de larva con alas tan rudimentarias que no alcanzan para el vuelo, pero que tiene, sin embargo, derecho a comer los manjares que sobran de la abundosa ración de la mariposa multicolor.
Cuando yo he usado la palabra como determinativo de quienes irreflexivamente puedan servir al imperialismo sin mirar los perjuicios que su conducta ligera acarrea al país, lo he hecho en orden a advertir el riesgo de que nuestra nación se pueda convertir en pueblo de resignados yanquicitos. Es peligroso optar posiciones que a la postre lleguen a crear un hábito social, capaz de desfigurar nuestra integridad de pueblo. Un país como el nuestro, que ha dado en la flor de afirmar en inglés, terminará por rendir su conciencia al reclamo forastero. Chóferes de plaza, al igual de doctores pintiparados, han dejado de usar nuestros adverbios antiguos para responder yes, oké, olray. El papiamento verbal puede tornársenos en papiamento de conciencia.
Nuestra verticalidad de nación está por eso más reñida con el pitiyanqui que con el yanqui. El hombre venezolano puede y debe trabajar con el extranjero de América y con el extranjero de Europa, de Asia o de África que vengan a ayudarle en su tarea de crear riqueza y cultura. El mundo pide la pacífica colaboración de los pueblos. El norteamericano tiene una experiencia técnica que nos es útil y sobreabunda en riquezas que necesitamos para acrecentar el bienestar común. Pero el hecho de su poder extraordinario no justifica nuestro achicamiento. Colaboración no es subordinación ni olvido de la personalidad. Colaboración es igualdad. Claro que es en extremo difícil la sociedad del gato con el ratón. El ratón corresponde al pitiyanqui. Puede, en cambio, haber sociedad de gatos grandes y de gatos pequeños. Yo sólo aspiro a que en nuestra relación con el país del Norte hagamos el papel de gatos magros y no de ratones gordos. Grandes ellos, pequeños nosotros, podemos hablarnos y entendernos en el común idioma felino. Pero como ratones quedamos a merced de que al cansarse el gato de jugar con nosotros, resuelva injerirnos como alimento complementario. Siendo todos gatos, podemos, en cambio, llegar a querernos colectivamente sin recelos.
La atribución de pitiyanqui usada por mí para calificar una conducta antinacional, no implica, tampoco, bandera ni de guerra ni de odio contra el yanqui. Apenas determina una actitud de defensa de lo nuestro. Ayer, y justamente al pie de la estatua de Bolívar en nuestra plaza principal, un correcto caballero estadounidense me felicitó por la manera de presentar yo el caso de nuestra reacción latinoamericana frente a los errores de la política imperialista en su país. Sabe él cuánto admiro a su patria y cuánto me encantaría que fuera distinta la política que pusiera en práctica con relación a nuestra América hispánica. Él sabe que es la mía actitud de defensa de lo nuestro.
El pequeño tiene derecho a conservar integro su patrimonio moral. Nosotros, como nación, debemos cuidar por la conservación de nuestros valores sustantivos. Lo contrario sería un acto de inconsciente lentejismo. El lentejismo, con el cocacolismo, con el esfialtismo, con el mulanegrismo, con el prestonismo, con el andresotismo, tiene aplicación en el léxico y en la conciencia del antinacionalismo. Son variaciones cromáticas de una misma actitud de entrega, de resignación, de complicidad frente a las fuerzas del imperialismo.
Bueno es recordar también que una cosa es el imperialismo del Pentágono, de la Casa Blanca y de Wall Street y otra cosa son los Estados Unidos como pueblo. En el fondo de la gran nación del Norte viven y pululan las contradicciones. Allá, como acá, existe una corriente que se mantiene fiel a la tradición de respeto y de dignidad que crearon los hombres antiguos. Ese pueblo y esa nación americana que pinta García de Sena en la primera entrega de la Fundación Mendoza no coinciden con el Pentágono, con la Casa Blanca y con la Wall Street del presente angustioso momento del mundo. Si bien es cierto que la aspiración a dominar nuestro hemisferio se abulta desde los años cabeceros del siglo XIX, también es cierto que entonces era otra la América romántica que tomó por símbolo la campana de Filadelfia. Desgraciadamente, la mayoría de quienes forman la América que se embarca en los firmes muelles neoyorquinos no son de la América admirable de Jefferson, de Lincoln y de Whitman. Vienen, en cambio, en grueso número, ciudadanos de la América de Walker, de Sam Zamurray y de los Rockefeller. Contra esa América esclavista y negada a la expansión de los grandes principios donde se afincan las repúblicas, debemos mantenernos en actitud de vigilantes centinelas. Suaves y cordiales, acogedoras, han de estar nuestras manos para el apretón debido a quienes como amigos vengan a tratarnos. Para aquellos, en cambio, que se presenten con intentos de adulterar nuestros credos y de borrar del libro de nuestra Historia el acta de Independencia que firmaron los patricios de 1811, debemos tener, en lugar del vino y de la sal en mesa de amistad, la ceniza y la sal que hagan estéril la intención conquistadora.......
Aviso a los navegantes 1953
Obras Selectas de Mario Briceño-Iragorry
Ed. Edime Madrid - Caracas 1966
pp 1082 a 1085
La palabra pitiyanqui no la he inventado yo. La palabra es puertorriqueña. La acuñó el alto poeta Luis Lloréns Torres. Su origen semántico quizá tenga algo que hacer con la florida imaginación del poeta. La voz piti, como alteración del francés petit, entra en la palabra pitiminí, recogida por la Academia, y con la cual se designa el rosal de ramas trepadoras que echa rosas menudas y rizadas. Lloréns Torres, más que en las rosas, debió pensar en la actitud trepadora de los compatriotas que se rindieron al nuevo colonialismo.
El pueblo puertorriqueño ha sido un pueblo ejemplar en lo que dice a defender la estructura de su conciencia. No lo ha sometido ni la fuerza ni el halago. En el fondo de su espíritu resisten los viejos valores fraguados bajo los altivos signos de la hispanidad sin tiempo y sin política. Sin haber gozado las libertades de la República, Puerto Rico se ha sentido en unión permanente con la América de Bolívar, de San Martín, de Morelos y de Martí. La torre del homenaje de su cultura sigue ocupándola Eugenio María de Hostos. Posee el pueblo del pequeño gran país insular un plano secreto, muy diverso del plano que aflora a la realidad. Como toda nación oprimida, se ha dividido en dos. La parte que goza y ríe; la parte que medita y sufre. El patriota callado miró que los hombres risueños buscaban parecerse a los nuevos amos. Que imitaban sus costumbres y tomaban de prestado sus pensamientos. Se parecieron, mas no llegaban al nivel de los dominadores. Pero con imitarlos y sonreírles, aseguraban derecho al gozamiento. A la gozadera, quedaría mejor expresado. Era necesario dar un nombre nuevo a esta fácil y liviana actitud. Claro que en el léxico antiguo existen palabras apropiadas al caso. Pero precisaba algo nuevo. Algo que connotase directamente la posición del nativo carente de escrúpulos para plegarse a la voluntad del yanqui. Los poetas saben el secreto de las palabras. Lloréns Torres hizo el maridaje de los dos voquibles. Del francés tomó la palabra petit y la dio forma aún más menuda y humillada. Piti todavía es menos que petit. Pitiyanqui resulta algo así como yanquicito, yanquito, yancuelo. Algo que pretende ser yanqui, pero que no llega jamás a serlo. Una manera de larva con alas tan rudimentarias que no alcanzan para el vuelo, pero que tiene, sin embargo, derecho a comer los manjares que sobran de la abundosa ración de la mariposa multicolor.
Cuando yo he usado la palabra como determinativo de quienes irreflexivamente puedan servir al imperialismo sin mirar los perjuicios que su conducta ligera acarrea al país, lo he hecho en orden a advertir el riesgo de que nuestra nación se pueda convertir en pueblo de resignados yanquicitos. Es peligroso optar posiciones que a la postre lleguen a crear un hábito social, capaz de desfigurar nuestra integridad de pueblo. Un país como el nuestro, que ha dado en la flor de afirmar en inglés, terminará por rendir su conciencia al reclamo forastero. Chóferes de plaza, al igual de doctores pintiparados, han dejado de usar nuestros adverbios antiguos para responder yes, oké, olray. El papiamento verbal puede tornársenos en papiamento de conciencia.
Nuestra verticalidad de nación está por eso más reñida con el pitiyanqui que con el yanqui. El hombre venezolano puede y debe trabajar con el extranjero de América y con el extranjero de Europa, de Asia o de África que vengan a ayudarle en su tarea de crear riqueza y cultura. El mundo pide la pacífica colaboración de los pueblos. El norteamericano tiene una experiencia técnica que nos es útil y sobreabunda en riquezas que necesitamos para acrecentar el bienestar común. Pero el hecho de su poder extraordinario no justifica nuestro achicamiento. Colaboración no es subordinación ni olvido de la personalidad. Colaboración es igualdad. Claro que es en extremo difícil la sociedad del gato con el ratón. El ratón corresponde al pitiyanqui. Puede, en cambio, haber sociedad de gatos grandes y de gatos pequeños. Yo sólo aspiro a que en nuestra relación con el país del Norte hagamos el papel de gatos magros y no de ratones gordos. Grandes ellos, pequeños nosotros, podemos hablarnos y entendernos en el común idioma felino. Pero como ratones quedamos a merced de que al cansarse el gato de jugar con nosotros, resuelva injerirnos como alimento complementario. Siendo todos gatos, podemos, en cambio, llegar a querernos colectivamente sin recelos.
La atribución de pitiyanqui usada por mí para calificar una conducta antinacional, no implica, tampoco, bandera ni de guerra ni de odio contra el yanqui. Apenas determina una actitud de defensa de lo nuestro. Ayer, y justamente al pie de la estatua de Bolívar en nuestra plaza principal, un correcto caballero estadounidense me felicitó por la manera de presentar yo el caso de nuestra reacción latinoamericana frente a los errores de la política imperialista en su país. Sabe él cuánto admiro a su patria y cuánto me encantaría que fuera distinta la política que pusiera en práctica con relación a nuestra América hispánica. Él sabe que es la mía actitud de defensa de lo nuestro.
El pequeño tiene derecho a conservar integro su patrimonio moral. Nosotros, como nación, debemos cuidar por la conservación de nuestros valores sustantivos. Lo contrario sería un acto de inconsciente lentejismo. El lentejismo, con el cocacolismo, con el esfialtismo, con el mulanegrismo, con el prestonismo, con el andresotismo, tiene aplicación en el léxico y en la conciencia del antinacionalismo. Son variaciones cromáticas de una misma actitud de entrega, de resignación, de complicidad frente a las fuerzas del imperialismo.
Bueno es recordar también que una cosa es el imperialismo del Pentágono, de la Casa Blanca y de Wall Street y otra cosa son los Estados Unidos como pueblo. En el fondo de la gran nación del Norte viven y pululan las contradicciones. Allá, como acá, existe una corriente que se mantiene fiel a la tradición de respeto y de dignidad que crearon los hombres antiguos. Ese pueblo y esa nación americana que pinta García de Sena en la primera entrega de la Fundación Mendoza no coinciden con el Pentágono, con la Casa Blanca y con la Wall Street del presente angustioso momento del mundo. Si bien es cierto que la aspiración a dominar nuestro hemisferio se abulta desde los años cabeceros del siglo XIX, también es cierto que entonces era otra la América romántica que tomó por símbolo la campana de Filadelfia. Desgraciadamente, la mayoría de quienes forman la América que se embarca en los firmes muelles neoyorquinos no son de la América admirable de Jefferson, de Lincoln y de Whitman. Vienen, en cambio, en grueso número, ciudadanos de la América de Walker, de Sam Zamurray y de los Rockefeller. Contra esa América esclavista y negada a la expansión de los grandes principios donde se afincan las repúblicas, debemos mantenernos en actitud de vigilantes centinelas. Suaves y cordiales, acogedoras, han de estar nuestras manos para el apretón debido a quienes como amigos vengan a tratarnos. Para aquellos, en cambio, que se presenten con intentos de adulterar nuestros credos y de borrar del libro de nuestra Historia el acta de Independencia que firmaron los patricios de 1811, debemos tener, en lugar del vino y de la sal en mesa de amistad, la ceniza y la sal que hagan estéril la intención conquistadora.......
Aviso a los navegantes 1953
Obras Selectas de Mario Briceño-Iragorry
Ed. Edime Madrid - Caracas 1966
pp 1082 a 1085
Biografía corta de Mario Briceño Iragorri: www.efemeridesvenezolanas.com/html/briceno.htm
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