Publicado: 12 de agosto, 2009. Autora: Mora Torres
El siglo XIX me da melancolía y, a veces, un poco de terror metafísico -léase, miedo a los fantasmas (El fantasma victoriano). El XX , vértigo (El siglo XX y la producción armamentista mundial); del XXI todavía no puedo hablar y no sé si podré comprender alguna vez lo que me pasa con él: mis pasos se traban transcurriéndolo, como si tuviera puestos los zapatos al revés -el pie izquierdo en el zapato para el derecho y viceversa; explico para que no vayan a creer que pienso en zapatos pervertidos, como los del Marqués de Sade, o en las botas de siete leguas, no. El siglo XXI se camina con zapatos modernos, o posmodernos, cuyo diseño aún no aprendí (La Escuela del siglo XXI).
Si pudiera mirar a la Historia desde arriba, como un gran panel de gente que viene y va, imagino que en el siglo veinte esa gente de caminar pausado de pronto empieza a correr (Historia y anti historia). Veo en este sitio -o siglo- caras de todo tipo, rodeadas de objetos y de símbolos: la de Einstein y una pizarra con signos (El acertijo de Einstein); la de Freud y una lámpara art deco junto a un diván (Freud: Un Hombre para todas las épocas) por supuesto; veo a Anais Nin bajando apresurada la escalera de una casa en París -la casa de Henry Miller, digamos- para correr hacia el Sena, donde vive en un bote estacionado… (Anais Nin).
En el siglo veinte, sobre todo para cuando me vuelvo una niña que sueña, están Charlot y su galera (El cine), y de su galera sale un aire triste y, sin embargo, con gusto a chocolate (“Chocolate”, una visión antropológica del film).
El XX tuvo su infamia, la de otros siglos mutiplicada muchas veces: dos guerras inexpresablemente crueles y otras que también se llevaron a tanta gente que es inútil contar a los que nos arrebataron antes de tiempo (Tenebrosa IIª Guerra Mundial).
Dicen que fue al terminar la primera Gran Guerra que nuestra mirada sobre la muerte cambió, se hizo menos simple y terminó la muerte siendo todo un problema mucho más grande que para los antiguos -la mirada humana sobre la muerte (La muerte en la historia).
El siglo veinte tuvo a gente como la que nombré anteriormente, y a Mahatma Gandhi y a otras figuras que desde su más profundo desamparo transformaron la vida para siempre.
Gracias les doy además a quienes hicieron el placer de esos días; para nombrar alguno: las películas mudas. Y a quienes las conservaron con su lujo de imágenes. ¿Por qué es tan atractiva la fotografía en blanco y negro, por qué estas postales tienen como un bruñido noble, en blanco, en gris, en zepia, que no se encuentra hoy, o acaso no se quiere encontrar?
Retratos escondidos
Es gracioso; todo lo anterior vino de que estuve repasando mi vida, y de paso repasé los siglos que la rodearon. Me senté en un sillón de hamaca con una caja de viejas fotografías, y fui extrayendo algunas de mis viejos amigos, vean:
María del Pilar (Pili) -y este retrato lo saqué yo misma en una quinta, en un lugar llamado Sauce Viejo-está con una gorra de marinero y tiene aquí menos de dos décadas. Ella apareció para mí en el segundo año de la escuela primaria, y tenía una voz tan dulce y un rostro tan armonioso que me dije que iba a ser mi amiga, y le escribí con letras aniñadas un verso: “Es su voz la más dulce, más tierna y más pura de cuantas oí…”. La maestra le daba la mano cuando salíamos en fila, porque al ser Pili la más pequeña, encabezaba la hilera de alumnos. Yo quería “ser ella” con toda mi alma; ahora sólo quiero que siga siendo mi-gran-amiga-que-viene- del-país-de-la-infancia, y que creció conmigo.
Laura: era un alma intrépida, y era ella quien me escribía poemas. La conocí al empezar la secundaria, y desapareció de mi vida y de la vida en general cuando era muy joven, a manos de una agrupación política tenebrosa llamada Triple A, que la asesinó sin mayor trámite, como a tantos.
Ahora de la caja de fotos surge Nydia, a quien conocí primero como “La mujer del escritor Hugo Mandón”. Veo el rostro de Nidieska de cuando tenía cuarenta años y me daba calor maternal -ahora tiene ochenta y no ha variado mucho- y me digo que pocas veces un espíritu tan delicado hizo de tal modo honor a una fragilidad física etérea de grado superior… Y a continuación la estampa de José Luis, El Flaco, que era mi amigo de los cuentos y con el tiempo se pareció cada vez más a sus personajes: en estos días tiene barba y pelo blanquísimos que destacan sus ojos pálidos sobre su cara de poeta; no sé si seguirá con sus humores metafísicos y sus bromas esbeltas.
Enrique… ¿Qué puedo decir de él que no haya ya escrito en todos los cuadernos? Y también en estas mismas entradas. Mi gran escritor… y mi amigo al que todavía tengo ganas de tomarle la mano y que juguemos. En esta foto aparece rodeado de gente, y le brillan los ojos detrás de sus cristales miopes, y sonríe con su sonrisa sin igual.
En el retrato Ernesto está tal como era y, en parte, sigue siendo. Supe estar enamorada de él, pero es verdad que era casi azul, de tan hermoso, era Omar Shariff con un libro de poemas bajo el brazo, leyéndolos con una voz de galán de culebrón, como ahora mismo. Pero ahora los escribe con pluma absolutamente fina.
Acá está Silvia, la niña loca, la madre seductora, a la que conocí como vecina y fue luego parte de mis entrañas. Y Elsa, una “alemana” de corazón y mente límpidos, vociferadora, peleadora, feliz, bebedora de grandes vasos de cerveza en las festividades, sibarita que elige con cuidado su comida para el festín, amante del teatro, la arquitectura y los versos de Orozco.
El sillón dejó de hamacarse, tapé la caja de fotografías, ¿para qué revolver más aún? Ando por estos días como si buscara un espejo que no refleje mi rostro sino mi recuerdo.
Ah, amigos, gracias por los saludos, por los versos, por la locura que me atrapó en mi cumpleaños… Gracias a los escritores de una gran novela infinita. Y todos mis besos, como siempre
El siglo XIX me da melancolía y, a veces, un poco de terror metafísico -léase, miedo a los fantasmas (El fantasma victoriano). El XX , vértigo (El siglo XX y la producción armamentista mundial); del XXI todavía no puedo hablar y no sé si podré comprender alguna vez lo que me pasa con él: mis pasos se traban transcurriéndolo, como si tuviera puestos los zapatos al revés -el pie izquierdo en el zapato para el derecho y viceversa; explico para que no vayan a creer que pienso en zapatos pervertidos, como los del Marqués de Sade, o en las botas de siete leguas, no. El siglo XXI se camina con zapatos modernos, o posmodernos, cuyo diseño aún no aprendí (La Escuela del siglo XXI).
Si pudiera mirar a la Historia desde arriba, como un gran panel de gente que viene y va, imagino que en el siglo veinte esa gente de caminar pausado de pronto empieza a correr (Historia y anti historia). Veo en este sitio -o siglo- caras de todo tipo, rodeadas de objetos y de símbolos: la de Einstein y una pizarra con signos (El acertijo de Einstein); la de Freud y una lámpara art deco junto a un diván (Freud: Un Hombre para todas las épocas) por supuesto; veo a Anais Nin bajando apresurada la escalera de una casa en París -la casa de Henry Miller, digamos- para correr hacia el Sena, donde vive en un bote estacionado… (Anais Nin).
En el siglo veinte, sobre todo para cuando me vuelvo una niña que sueña, están Charlot y su galera (El cine), y de su galera sale un aire triste y, sin embargo, con gusto a chocolate (“Chocolate”, una visión antropológica del film).
El XX tuvo su infamia, la de otros siglos mutiplicada muchas veces: dos guerras inexpresablemente crueles y otras que también se llevaron a tanta gente que es inútil contar a los que nos arrebataron antes de tiempo (Tenebrosa IIª Guerra Mundial).
Dicen que fue al terminar la primera Gran Guerra que nuestra mirada sobre la muerte cambió, se hizo menos simple y terminó la muerte siendo todo un problema mucho más grande que para los antiguos -la mirada humana sobre la muerte (La muerte en la historia).
El siglo veinte tuvo a gente como la que nombré anteriormente, y a Mahatma Gandhi y a otras figuras que desde su más profundo desamparo transformaron la vida para siempre.
Gracias les doy además a quienes hicieron el placer de esos días; para nombrar alguno: las películas mudas. Y a quienes las conservaron con su lujo de imágenes. ¿Por qué es tan atractiva la fotografía en blanco y negro, por qué estas postales tienen como un bruñido noble, en blanco, en gris, en zepia, que no se encuentra hoy, o acaso no se quiere encontrar?
Retratos escondidos
Es gracioso; todo lo anterior vino de que estuve repasando mi vida, y de paso repasé los siglos que la rodearon. Me senté en un sillón de hamaca con una caja de viejas fotografías, y fui extrayendo algunas de mis viejos amigos, vean:
María del Pilar (Pili) -y este retrato lo saqué yo misma en una quinta, en un lugar llamado Sauce Viejo-está con una gorra de marinero y tiene aquí menos de dos décadas. Ella apareció para mí en el segundo año de la escuela primaria, y tenía una voz tan dulce y un rostro tan armonioso que me dije que iba a ser mi amiga, y le escribí con letras aniñadas un verso: “Es su voz la más dulce, más tierna y más pura de cuantas oí…”. La maestra le daba la mano cuando salíamos en fila, porque al ser Pili la más pequeña, encabezaba la hilera de alumnos. Yo quería “ser ella” con toda mi alma; ahora sólo quiero que siga siendo mi-gran-amiga-que-viene- del-país-de-la-infancia, y que creció conmigo.
Laura: era un alma intrépida, y era ella quien me escribía poemas. La conocí al empezar la secundaria, y desapareció de mi vida y de la vida en general cuando era muy joven, a manos de una agrupación política tenebrosa llamada Triple A, que la asesinó sin mayor trámite, como a tantos.
Ahora de la caja de fotos surge Nydia, a quien conocí primero como “La mujer del escritor Hugo Mandón”. Veo el rostro de Nidieska de cuando tenía cuarenta años y me daba calor maternal -ahora tiene ochenta y no ha variado mucho- y me digo que pocas veces un espíritu tan delicado hizo de tal modo honor a una fragilidad física etérea de grado superior… Y a continuación la estampa de José Luis, El Flaco, que era mi amigo de los cuentos y con el tiempo se pareció cada vez más a sus personajes: en estos días tiene barba y pelo blanquísimos que destacan sus ojos pálidos sobre su cara de poeta; no sé si seguirá con sus humores metafísicos y sus bromas esbeltas.
Enrique… ¿Qué puedo decir de él que no haya ya escrito en todos los cuadernos? Y también en estas mismas entradas. Mi gran escritor… y mi amigo al que todavía tengo ganas de tomarle la mano y que juguemos. En esta foto aparece rodeado de gente, y le brillan los ojos detrás de sus cristales miopes, y sonríe con su sonrisa sin igual.
En el retrato Ernesto está tal como era y, en parte, sigue siendo. Supe estar enamorada de él, pero es verdad que era casi azul, de tan hermoso, era Omar Shariff con un libro de poemas bajo el brazo, leyéndolos con una voz de galán de culebrón, como ahora mismo. Pero ahora los escribe con pluma absolutamente fina.
Acá está Silvia, la niña loca, la madre seductora, a la que conocí como vecina y fue luego parte de mis entrañas. Y Elsa, una “alemana” de corazón y mente límpidos, vociferadora, peleadora, feliz, bebedora de grandes vasos de cerveza en las festividades, sibarita que elige con cuidado su comida para el festín, amante del teatro, la arquitectura y los versos de Orozco.
El sillón dejó de hamacarse, tapé la caja de fotografías, ¿para qué revolver más aún? Ando por estos días como si buscara un espejo que no refleje mi rostro sino mi recuerdo.
Ah, amigos, gracias por los saludos, por los versos, por la locura que me atrapó en mi cumpleaños… Gracias a los escritores de una gran novela infinita. Y todos mis besos, como siempre
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