Apocalipsis. 3:1617

"Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca."

Lo cultural/ideológico en manos explotadoras: manipula, mediatiza, limita y oprime hasta la total dominación.

jueves, 23 de junio de 2011

Desperté a media noche y como sabiendo de unas nuevas letras, corrí a la computadora y leí de nuevo a una mujer con nombre de fruta pequeñita: Mora. Léanla todas y todos.

Desperté a media noche y como sabiendo de unas nuevas letras, corrí a la computadora y leí de nuevo a una mujer con nombre de fruta pequeñita: Mora. Léanla todas y todos.

Hathos, la señora de la turquesa

Publicado el 22 de Junio de 2011 por Mora Torres
En un viejo cuaderno hallo escrito entre comillas, pero sin identificación de autor (Derecho de autor y a la intimidad):
“Hathos, la señora de la turquesa (La astrología), cuyo nombre significa: ‘La morada del Dios Sol’, es decir el mar”.
No sé de dónde lo saqué cuando lo copié, y además habla del mar (El velero. Una travesía por el mar de la existencia), no de las sierras y de campos y ríos amarillos. Sin embargo parece que viniera tan bien para celebrar mi encuentro con los árboles, con el cielo, con Dios y las mariposas hijas de mariposas que vuelan juntas y se chocan por la noche con el infierno de las lámparas -una lámpara es un abismo de mariposas (Serguei Yesenin: “Un solitario ante el espejo destrozado”).
Lo primero que escucho acá, aislada entre miles de metros de tierras llenas de verde, rojo y amarillo, lejos de todo, es el silencio (Hacia una pedagogía del silencio).
Y el silencio -no, no me estoy yendo más allá de mi locura previsible (La vejez: el último poema)- está compuesto de sonidos, a los que desde mi retiro llamo “Sones”.
Escucho sones como los de aparecer el amor, cuando la música no es negra sino roja, cuando la presencia se distrae escuchando, sabiendo, dedicándose a vivir (Hacia el hombre). Y luego, en un mismo fluir, está el son de volver de sí con cabellos de loca y ojos de más mirar que cruzan las colinas y se entrecruzan con una nube porque va a llover, y uno tiene el perfume de la lluvia que está por venir, que es un aroma musical (Los sonidos del barroco).
Y el sonido de volver de volver; ése ya es Beethoven, profundo y grueso, espeso como una selva, solemne como una marcha, maduro como la vejez.
Y el sonido de volver de la vejez y de volver de morir, hasta otro son, otra nota, otro don, hasta el final cuando el sonido de aparecer el desaparecer se fija, cuando se cae yéndose, y entonces ya no se escucha ninguna música, sólo la partitura oculta de Dios.
El río
Me voy al río, me paro frente a él, y dirijo la orquesta de aguas superficiales, casi mis propias lágrimas apenas, toda desvestida.
Y es la verdad el agua: yo transcurro.
Busco unos oídos muy refinados en la niebla para escuchar los reflejos de piedras y flores en el agua, para escuchar la fiesta de los musgos sobre las grandes piedras.
Quiero escuchar, por ejemplo, por primera vez en mi vida, claro, y detrás de estos velos verdes, la voz de Farinelli.
No es imposible.
Intento pasar por la voz con este cuerpo, todavía.
Me enlazo a la tierra y se detienen los montes que estaban pasando en el momento, se detienen los pequeños gorjeos de los pájaros cantadores fúnebres, y mi cuerpo pasa, quizás hasta llegar a Farinelli, por vidrio, agua, silbos y chirridos.
El silencio, claro, desenmascarándolo, es la quietud de mi memoria.
Preciosa esa quietud: estoy en ella, en lo alto, en lo que brota del paisaje, y como cazadora devoro, como sin importarme qué, si ramas, si sentidos, sentimientos, y sueño sueños elevándose donde quemo gorriones en páginas que quiero escribir en el futuro: gorriones que ahora están vivos en la palma de mi mano.
Y al confundir en este éxtasis gorriones con papeles escritos, quiero escribir de nuevo todo lo que escribí, en mi vida, todo lo que dibujé con varias letras, porque siento el sonido del silencio y, con toda modestia, he descubierto la verdad.
Escuchen esta verdad, amigos, que la doy porque no fue mía nunca sino de la vida solamente:
el mundo está hecho de palabras y de vestidos, ningún ser humano puede ver lo que no tiene nombre ni lo que está desnudo: por eso nos impresionan las rosas… Rosa es palabra, pero tan pequeña que apenas si molesta al silencio, y sus vestidos son tan evidentes que ella sólo es vestidos, es decir, que ella sólo es vacío.
Les mando todas las rosas de mi jardín, y algunos abrazos en el césped, y les hago un pedido: ¿alguno de ustedes podría revelarme quién es “Hathos, la señora de la turquesa?”.
Mora

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