Publicado el 5 de Agosto de 2009 por Mora Torres. Editorial Monografias.com
Es como ir subiendo una montaña y estar bastante cerca de la cima; es como detenerse allí un momento y mirar para abajo aunque dé vértigo (Vértigo, ansiedad y sin sentido).
El paisaje: admirable (Ferreñafe: el bosque de Pomac, Perú).
Además, fastuosamente variado.
Hay selvas tropicales, mares tormentosos, nieve (Las Nubes).
Están las mañanas más hermosas del mundo y los atardeceres melancólicos.
Las noches “pecadoras” y el vino alegre (El vino como elixir sagrado…).
Da vértigo, pero todavía no nos falta el aire, se puede seguir subiendo…
La vejez
Al envejecer vamos devolviendo poco a poco los dones de que se nos hizo acreedores (Las dimensiones bioéticas de la vejez). Ya no está la piel “tirante como ráfaga” ni los ojos iluminan cualquier estancia: hay que frotarlos para que brillen, como a una lámpara, como a la de Aladino (La estrella resplandeciente. Fábula. Siglo XXI).
Algunos otros detalles -de mayor valor que los ojos y que la piel- también desaparecen.
Pero empieza a crecernos un órgano precioso e invisible del cual desconocíamos su existencia.
Primero es un latido, después inunda el corazón.
Los ojos -aunque no brillen- ven más y lo descubren todo, y me recuerdan el versito que repetía mi madre algunas veces, que trataba de un joven y un anciano que habían chocado en la calle: “-Perdonad, es que al pasar no os miré./ -A su edad nada se mira, joven, porque nada importa,/ cuando la vista se acorta/ es cuando se empieza a ver”.
Ya no se escucha un ruido de espadas que chocan continuamente como en guerras antiguas, sino suaves vientos que arrastran hojas secas, y cada una es una cara, es un recuerdo, es un espejo.
No es necesario decir sí; no es necesario “parecerse” a alguien parecido a una hermosa mujer o a un hombre fuerte: los competidores han desaparecido, uno puede subir hasta la cumbre y a la vez descansar; uno puede recitar mientras sube -y les aseguro que el recitado no hace perder el aire:
La vejez, tal es el nombre que los otros le dan, también puede ser el tiempo de la dicha… JLB
Don
Quiero hacerles un regalo a todos, pero especialmente a José, Osvaldo y Vancho (Breve estudio acerca de los dones espirituales). A ellos porque comenzaron y continúan gloriosamente escribiendo nuestra novela latinoamericana en la entrada pasada -que quedará como lugar para siempre para quien quiera intervenir, sólo hay que buscar “La tragedia de la página en blanco”.
Regalo unos fragmentos de El bosque de la noche, de Djuna Barnes, fabulosa escritora como ustedes, y que vivió mucho tiempo en México -casi creo que allí murió.
El subtítulo que pongo es el nombre del capítulo de donde extraí algunos párrafos.
Vigilante, ¿qué me cuentas de la noche?
A eso de las tres de la madrugada, Nora llamó a la puertecita vidriera de la vivienda y preguntó si el doctor estaba en casa (…) En la estrecha cama de hierro, entre sucias y gruesas sábanas de lino, estaba el doctor, con un camisón de franela de mujer. La cabeza del doctor, con sus grandes ojos negros, sus mejillas gris acero, estaba enmarcada en el semicírculo dorado de una peluca con unos tirabuzones que llegaban hasta los hombros, y al quedar comprimidos contra la almohada mostraban su oscuro interior. Tenía los labios muy rojos y las pestañas pintadas. Una idea asaltó a Nora de pronto: “¡Dios mío, los niños saben cosas que no pueden explicar! A ellos les gusta ver a Caperucita Roja y al Lobo en la cama”. (…) Nora, en cuanto pudo reponerse, dijo:
-Doctor, vengo a pedirle que me hable de la noche. (…)
-¿Es que nunca has pensado en la noche? -preguntó el doctor con cierta ironía.
-Sí -dijo Nora sentándose en la única silla-; he pensado en ella. Pero de nada sirve pensar en algo de lo que nada se sabe.
-Nunca has pensado en esa peculiar polaridad de un tiempo y otro tiempo y el sueño?… Te diré cómo se asocian el día y la noche por su disociación. La misma constitución del crepúsculo es una fabulosa reconstrucción del miedo, el miedo con el culo al aire y la cabeza abajo. Cada día está pensado y calculado, pero la noche no está premeditada. La Biblia está a un lado, pero el camisón está al otro. La noche, ¡cuidado con esa puerta oscura!
-Yo pensaba que la gente sencillamente se iba a dormir, o si no, que cada cual seguía siendo el mismo -dijo Nora-. Ahora veo que la noche hace algo con la identidad de las personas, aunque duerman.
(…)
-¿Has pensado en la noche ahora, en otro país, en países extranjeros, en París? Cuando las calles rebosaban de cosas que tú no harías ni por una apuesta, ¿y has pensado en lo que ocurría entonces? ¡Los cuellos de los faisanes y los picos de los patos balanceándose junto a las pantorrillas de los galanes, y sin pavimento en toda la ciudad, millas y millas de arroyo y un hedor que se te agarraba a la nariz a veinte leguas de distancia! ¡Los vendedores voceando el precio del vino, y al alba, los buenos empleados rebosantes de meado y vinagre! Y en las callejuelas los sangradores y una princesa casquivana en camisa de seda, aullando bajo una sanguijuela. Y no digamos lo que ocurría en los palacios de Nymphenburg en los que hasta Viena resonaban los ecos de las visitas nocturnas de antiguos reyes que hacían aguas menores en tazas recubiertas de terciopelos y maderas talladas. No -dijo mirándola fijamente-, ya veo que no lo has pensado, y deberías, porque hace mucho tiempo que la noche existe. (…)
Envío
He brindado con todos ustedes, por la vida, el lunes, al cumplir mis primeros sesenta añitos…
Es como ir subiendo una montaña y estar bastante cerca de la cima; es como detenerse allí un momento y mirar para abajo aunque dé vértigo (Vértigo, ansiedad y sin sentido).
El paisaje: admirable (Ferreñafe: el bosque de Pomac, Perú).
Además, fastuosamente variado.
Hay selvas tropicales, mares tormentosos, nieve (Las Nubes).
Están las mañanas más hermosas del mundo y los atardeceres melancólicos.
Las noches “pecadoras” y el vino alegre (El vino como elixir sagrado…).
Da vértigo, pero todavía no nos falta el aire, se puede seguir subiendo…
La vejez
Al envejecer vamos devolviendo poco a poco los dones de que se nos hizo acreedores (Las dimensiones bioéticas de la vejez). Ya no está la piel “tirante como ráfaga” ni los ojos iluminan cualquier estancia: hay que frotarlos para que brillen, como a una lámpara, como a la de Aladino (La estrella resplandeciente. Fábula. Siglo XXI).
Algunos otros detalles -de mayor valor que los ojos y que la piel- también desaparecen.
Pero empieza a crecernos un órgano precioso e invisible del cual desconocíamos su existencia.
Primero es un latido, después inunda el corazón.
Los ojos -aunque no brillen- ven más y lo descubren todo, y me recuerdan el versito que repetía mi madre algunas veces, que trataba de un joven y un anciano que habían chocado en la calle: “-Perdonad, es que al pasar no os miré./ -A su edad nada se mira, joven, porque nada importa,/ cuando la vista se acorta/ es cuando se empieza a ver”.
Ya no se escucha un ruido de espadas que chocan continuamente como en guerras antiguas, sino suaves vientos que arrastran hojas secas, y cada una es una cara, es un recuerdo, es un espejo.
No es necesario decir sí; no es necesario “parecerse” a alguien parecido a una hermosa mujer o a un hombre fuerte: los competidores han desaparecido, uno puede subir hasta la cumbre y a la vez descansar; uno puede recitar mientras sube -y les aseguro que el recitado no hace perder el aire:
La vejez, tal es el nombre que los otros le dan, también puede ser el tiempo de la dicha… JLB
Don
Quiero hacerles un regalo a todos, pero especialmente a José, Osvaldo y Vancho (Breve estudio acerca de los dones espirituales). A ellos porque comenzaron y continúan gloriosamente escribiendo nuestra novela latinoamericana en la entrada pasada -que quedará como lugar para siempre para quien quiera intervenir, sólo hay que buscar “La tragedia de la página en blanco”.
Regalo unos fragmentos de El bosque de la noche, de Djuna Barnes, fabulosa escritora como ustedes, y que vivió mucho tiempo en México -casi creo que allí murió.
El subtítulo que pongo es el nombre del capítulo de donde extraí algunos párrafos.
Vigilante, ¿qué me cuentas de la noche?
A eso de las tres de la madrugada, Nora llamó a la puertecita vidriera de la vivienda y preguntó si el doctor estaba en casa (…) En la estrecha cama de hierro, entre sucias y gruesas sábanas de lino, estaba el doctor, con un camisón de franela de mujer. La cabeza del doctor, con sus grandes ojos negros, sus mejillas gris acero, estaba enmarcada en el semicírculo dorado de una peluca con unos tirabuzones que llegaban hasta los hombros, y al quedar comprimidos contra la almohada mostraban su oscuro interior. Tenía los labios muy rojos y las pestañas pintadas. Una idea asaltó a Nora de pronto: “¡Dios mío, los niños saben cosas que no pueden explicar! A ellos les gusta ver a Caperucita Roja y al Lobo en la cama”. (…) Nora, en cuanto pudo reponerse, dijo:
-Doctor, vengo a pedirle que me hable de la noche. (…)
-¿Es que nunca has pensado en la noche? -preguntó el doctor con cierta ironía.
-Sí -dijo Nora sentándose en la única silla-; he pensado en ella. Pero de nada sirve pensar en algo de lo que nada se sabe.
-Nunca has pensado en esa peculiar polaridad de un tiempo y otro tiempo y el sueño?… Te diré cómo se asocian el día y la noche por su disociación. La misma constitución del crepúsculo es una fabulosa reconstrucción del miedo, el miedo con el culo al aire y la cabeza abajo. Cada día está pensado y calculado, pero la noche no está premeditada. La Biblia está a un lado, pero el camisón está al otro. La noche, ¡cuidado con esa puerta oscura!
-Yo pensaba que la gente sencillamente se iba a dormir, o si no, que cada cual seguía siendo el mismo -dijo Nora-. Ahora veo que la noche hace algo con la identidad de las personas, aunque duerman.
(…)
-¿Has pensado en la noche ahora, en otro país, en países extranjeros, en París? Cuando las calles rebosaban de cosas que tú no harías ni por una apuesta, ¿y has pensado en lo que ocurría entonces? ¡Los cuellos de los faisanes y los picos de los patos balanceándose junto a las pantorrillas de los galanes, y sin pavimento en toda la ciudad, millas y millas de arroyo y un hedor que se te agarraba a la nariz a veinte leguas de distancia! ¡Los vendedores voceando el precio del vino, y al alba, los buenos empleados rebosantes de meado y vinagre! Y en las callejuelas los sangradores y una princesa casquivana en camisa de seda, aullando bajo una sanguijuela. Y no digamos lo que ocurría en los palacios de Nymphenburg en los que hasta Viena resonaban los ecos de las visitas nocturnas de antiguos reyes que hacían aguas menores en tazas recubiertas de terciopelos y maderas talladas. No -dijo mirándola fijamente-, ya veo que no lo has pensado, y deberías, porque hace mucho tiempo que la noche existe. (…)
Envío
He brindado con todos ustedes, por la vida, el lunes, al cumplir mis primeros sesenta añitos…
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